Como cada Nochebuena ahí está presente como telón de fondo mientras se ultiman los preparativos de la cena y los familiares van tomando asiento. Su ritmo cadencioso podría servir como una nana o un canto gregoriano, sin embargo ni mis orejas ni mi vista se centran en la pantalla. Es que como que no está pero sí está. Y así, un año más, pasa de largo el mensaje del Rey, con que no puedo criticarlo ni apoyarlo, simplemente lo he visto pasar de lejos como una vaca paciendo en el valle viendo pasar en la distancia un tren de cercanías. Creo que es lo más próximo que me puedo sentir a la Corona.
Por otra parte, posteriormente he leído que el discurso navideño del Rey ha descendido en audiencia ya que ha sido el segundo menos visto en toda esta ya larga historia de ‘discursetes’ monárquicos que me recuerdan al profesor de EGB aleccionando a la clase para que sean bondadosos y mantengan el espíritu noble y hermoso. Pero a pesar de que no lo seguí sí seguramente me he visto incluido en el tanto por ciento de los que lo vieron, eso que denominan estúpidamente share (aunque tampoco estoy muy seguro de lo que estoy diciendo, nunca lo estoy).
Pero esta pequeña decepción tampoco me supone una sorpresa, en cuestiones de share seguramente Netflix venció por goleada al Rey, por algo es la reina de las plataformas. Y además los discursos navideños no dejan de ser un peñazo de los gordos que dividen más que unen. De todos modos, ya digo que yo no lo escucho simplemente lo sintonizo en la televisión como aquel que decora el árbol de navidad con sus bolas de colores y llena el hogar de villancicos y luces para crear ambiente. Como montar el belén en el centro del salón con los reyes magos, Jesús, María y José y los pastorcillos pero con su caganer como figura estelar. Porque desde su concentración ventral observa todos los acontecimientos con su aura de sabiduría celestial. Él único que realmente se entera de la misa.
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