Hoy es Lunes de Pascua, al menos así lo he oído proclamar desde pequeño, Dilluns de Pasco. No es un lunes cualquiera, es un lunes festivo en Baleares, Cantabria, Cataluña, Comunidad Valenciana y País Vasco –Balears, Catalunya, Comunitat Valenciana y Euskadi—. Así somos nosotros, hemos respetado hasta cierto punto las lenguas «locales», pese a que no somos los europeos más cultos, y hasta Cantabria se puede llamar a veces «La Montaña». Contra el común de los países occidentales hemos conservado también el apellido paterno y el materno, seguramente porque somos muy conservadores. En fin, hoy es Lunes de Pascua y en Cataluña la tradición manda que los padrinos regalen a sus ahijados la Mona de Pascua, un pastel o bien una figurilla de chocolate. Esta tradición también rige en la Comunidad Valenciana y en Balears, con sus variantes específicas. En Valencia se organiza una merienda y se rompe el huevo duro del pastel sobre la frente de alguien.
En cuanto a nosotros aún recuerdo los escaparates de pastelerías de nuestra infancia, con huevos de chocolate, muñecos y hasta pistolas, y los comentarios que hacíamos los niños, del tipo suponernos en un western, en un duelo incruento entre vaqueros. Incruento porque a la hora de disparar nos comeríamos el cañón y, ¡je, je!, vencería el que lo comiera más rápido. Así estamos hechos, de películas americanas que llamábamos «del Oeste», o también «de capellots», por los sombreros morrocotudos que lucían cowboys y forajidos.
En fin, seguimos estando a Lunes de Pascua. En tiempos ya nos sentiríamos hartos de comer los caramelos que guardábamos durante toda la cuaresma para cuando tocaran a gloria, celebrando la Resurrección de Jesús y dando fin al luto de la Semana Santa. Estaríamos ahítos de sacar punta al caramelo de Pascua a base de darle lengüetazos. Nos pondríamos tristes porque mañana tendríamos que volver al colegio, que era un real fastidio, porque se prolongaba de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Rememoraríamos la procesión del Viernes Santo, los pasos con figuras temblequeantes, el sonido áspero de las carracas en medio del silencio fervoroso y del arrastre de cadenas de los encapuchados. Podríamos comer por fin las empanadas de carne que se reservaban para cuando acabara el luto por la muerte de Jesús, si no teníamos la Bula de la Santa Cruzada que lo permitiera. La «bula» era un permiso especial de la Iglesia que se concedió desde el siglo XVI hasta 1966 a cambio de una limosna.
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