Para entender algo y que no se nos frían los sesos, todos necesitamos algo a lo que agarrarnos, que no cambie nunca y siempre permanezca en su sitio. Los creyentes tienen a Dios, naturalmente, que es su Gran Constante Universal, y los poetas, literatos y filósofos una imaginativa serie de constantes menores, tales el alma humana, el destino, la vida y la muerte, el bien y el mal. En física y matemáticas, cuando algo no se sabe qué es, ni por qué es así, pero permite resolver ecuaciones, se llama constante. Hay muchas. La constante de Planck, la de gravitación, la constante cosmológica, la velocidad de la luz, el número pi. Se trata de valores invariables en todo tiempo y circunstancia, y sin ellos todo el edificio del pensamiento se derrumbaría en un montón de cascotes. Cascotes acaso científicos, pero cascotes. Las constantes son algo imprescindible para conservar la cordura, o su apariencia, y sin ellas apenas podríamos resolver nada, o sólo operaciones simples, sumas, restas y tal. Lo que dejaría un espacio enorme para los sentimientos y emociones, una constante muy difícil de manejar. Las ciencias blandas, por ejemplo la Historia, también tienen constantes universales (la guerra, madre de la propia Historia), aunque rara vez se usan en los análisis y hasta procuramos olvidarlas, pues son constantes de muy mal agüero.
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