El cónclave que, en abril de 2005, eligió papa al cardenal Ratzinger -que rigió la Iglesia como Benedicto XVI- dio la primera pista para la futura designación de Jorge Mario Bergoglio. El arzobispo de Buenos Aires quedó segundo en las votaciones de la Capilla Sixtina.
Evoco aquella tarde romana, cuando me dirigía a la Pontificia Universidad Gregoriana para entrevistar al jesuita mallorquín Luis Ladaria. El taxista aumentó el volumen de la radio.
-Fumata bianca.- exclamó. Llamé a Ladaria, que relevó a Benedicto XVI al frente de la Comisión Teológica Internacional.
-Es Ratzinger. Nos encontramos en el Vaticano.- respondió, contundente y entusiasmado, quien sería creado cardenal en 2017 por el papa Francisco.
Efectivamente, el sucesor de Juan Pablo II era el cardenal de Baviera que supo unir razón y fe. Aún cuando el cónclave se celebra a puerta cerrada -bajo llave, tras el rotundo extra omnes que pronuncia el maestro de ceremonias pontificias- tuve la oportunidad de conversar con varios cardenales.
Descubrí que aquel desconocido arzobispo argentino se había situado el segundo en las votaciones que auparon al favorito Ratzinger a la cátedra de San Pedro. Tomé buena nota, empecé a seguir la trayectoria y las declaraciones de Bergoglio, porque el pontificado de Benedicto XVI no iba a ser largo. En febrero de 2013, cuando aún no llevaba ocho años, presentó la renuncia.
Convocado el cónclave y cuando empezaron a circular nombres de candidatos y se desataron las especulaciones, observé que el arzobispo de Buenos Aires no aparecía en la relación de papables. Entonces escribí, espoleado por la intuición y por lo que había vivido en Roma en abril de 2005, que el sucesor de Ratzinger sería un obispo jesuita, que llegaría al Vaticano desde América y que ejercía su ministerio como franciscano.
Me refería a Bergoglio, elegido por el malestar de los cardenales que no formaban parte de la Curia vaticana, molestos con el funcionamiento de los dicasterios y la arrogancia de muchos curiales. Llegaban los ecos del escándalo financiero del opaco Banco Vaticano. Y reclamaban respuestas y condenas más severas para los abusos sexuales del clero que se había desviado.
Jorge Mario Bergoglio, conocido por la firmeza y eficacia con que había gestionado la Iglesia argentina, pronunció un discurso ante los cardenales antes de que dieran comienzo las votaciones.
Fue una intervención decisiva. Sus planteamientos, que llegaban desde el fin del mundo, calaron hondo. Aquel arzobispo que había nacido en el seno de una familia de inmigrantes italianos hablaba alto y claro. Pidió «salir del caparazón para llegar a la gente de las periferias físicas y espirituales». Fue escuchado y empezó a cosechar votos.
En la quinta ronda superó los dos tercios. Al ser preguntado si aceptaría, respondió: «Aunque soy un pecador, acepto». El cardenal Claudio Hummes, de Brasil, lo abrazó y le dijo: «No te olvides de los pobres». Francisco nunca los olvidó ni desatendió.